Y allí, en cualquier punto del desierto infinito donde vio brillar una hoja solitaria, montó la mesa de tres patas, sacó los dados, la moneda de oro y la varita y, lejos de las obligaciones y el ajetreo de la urbe, con el sol como principal testigo dictó su destino al soplo cálido que despeina la arena. La varita vibró, una duna se hizo piedra, la moneda reventó, a los dados se los tragó la tierra y, de repente, la duna rompió aguas.
Y siguió su camino por la orilla del río sembrando polvo de moneda.
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